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Inicio Opinión Cuerdos y recuerdos

Un invitado del Padre Fello

Autor: Monseñor Freddy Bretón Martínez •Arzobispo Metropolitano de Santiago

Edli Acevedo Por Edli Acevedo
11 septiembre, 2020
En Cuerdos y recuerdos
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El Padre Rafael Felipe (Fello), fue un magnífico formador que lle­gó a ser Rector. (A propósito, hace un tiempo que oigo mucho la pala­bra magnífico en el Seminario; an­tes se la decíamos solo al que la me­recía: Peguerito, por ejemplo, hu­biera sido Jardinero Magní­fico…). El Padre Fello nos contagiaba su entusiasmo, su espíritu apostólico y su testimonio sacerdotal; pero a ve­ces, llevado de su bondad, botaba la bola. Había que ver con qué frui­ción hablaba del presbiterio de San­tiago cuando era Obispo Mons. Po­lanco Brito.

El P. Fello, como todos noso­tros, sentía una gran admiración por este obispo. Yo le decía: Fello, los tiempos cambian… Una de las me­jores cosas en el testimonio sacerdotal del P. Fello era el desprendi­miento de los bienes materiales; e insistía mu­cho en ello a los semina­ristas. En eso y en otras cosas ha sido motivo de inspiración para mu­chos.

Pues bien, tanto le insistió el P. Fello a Mons. Polanco, que logró que éste fuera desde Higüey al San­to Tomás a dar una charla. Yo nun­ca olvido esa charla. El centro de ella fue la invitación a los semina­ristas a que, con tiempo, hicieran sus aho­rros; y dijo, a modo de chis­te, que él no tenía ese problema, porque era rico de cuna.

Se supone que esto echaba por tierra todo el afán del P. Fello en este punto. Era penoso ver a un prohombre de nuestra Iglesia, en las condiciones en que llegó a verse.

Gracias a Dios que la obra de Mons. Polanco Brito es infinitamen­te mayor que todo eso. Y todos sabemos que luego fue patente el mal que iba minando lentamente su salud, hasta llegar a terminar con su vida terrenal. Yo fui a visitarlo con Mons. Pablo Cedano, a la casa de su hermano, en donde estaba alojado, por no poder subir al segundo nivel de la residencia que había re­servado para sí. No nos reconoció, y era visible su enfermedad en todo un lado del cráneo. Nos dio un poco de pena ver que en la Misa que ­celebramos para él, a la hora de la comunión extendía la mano como queriendo tomar del cáliz, pero ya el médico no se lo permitía, o no podía tragar.

 

Casi imposible dar abasto

 

Una de las grandes dificultades que tenía el Formador en el Semi­nario Mayor era que, además de las múltiples ocupaciones del mismo, se agregaban las incontables solicitudes de afuera: Eucaristías, actos penitenciales, patronales, funerales, consejería espiritual, bendiciones… La idea, en general, era que los Pa­dres del Seminario no teníamos qué ha­cer, y que, además, nos sobraba el dinero para transporte. Había en esto, riqueza pastoral y espiritual para nosotros, pero debíamos hacer grandes esfuerzos para salvar la ­calidad del trabajo formativo en el Seminario.

Algunos Formadores, además, eran párrocos en sus propias diócesis. Yo, siguiendo los pasos del Pa­dre Felipe, llegué a viajar una o dos veces al mes para ayudar en la ­pa­rroquia Perpetuo Socorro de Puerto Plata, o en Licey, y hasta en la dió­cesis de Mao-Montecristi. El vier­nes, comíamos y salíamos corriendo, hasta el domingo en la noche, en que regresábamos; el lunes, oscuro todavía, estábamos ya dando puntos de meditación a los semina­ristas, antes de ir a las clases. Nos comíamos un pan y nos íbamos a dar clases. ¡Y había que darlas bien!

 

Diócesis de Mao-Montecristi

 

Cuando iba a ayudar a Mao des­de el Seminario Mayor, me alojaba en la residencia del Obispo. Ahí co­nocí a la madre –ya muy mayor– de Mons. Abreu. Varias veces me tocó comer con ella en la mesa. No olvido con la delicadeza y propiedad de léxico con que explicaba, aun siendo ya una anciana, el servicio de partera que había realizado. No ha­bía una palabra que pudiera herir la sensibilidad de nadie.

Alguna vez coincidí con el ami­go Padre Vigny Bellerive, en la re­sidencia del Obispo. Nunca dejaba su violín, y ensayaba bastante, pues pertenecía en ese tiempo a una fa­mosa orquesta canadiense. En una ocasión se me ocurrió decirle a Sonia, la dama de la cocina, que yo suponía que ella estaría encantada con esa música de fondo (los ensa­yos del Padre Vigny). Me contestó: “¿Eso? Eso lo que parece es un gato cuando le jalan la cola.” Supongo que, de enterarse, esto sería mortal para la sensibilidad del artista.

Ahí escuché la historia de que un día vieron al Obispo subir las escaleras precipitadamente. El mo­tivo era una dama que lo buscaba. Alguien le preguntó qué pasaba, y el Obispo le contestó: “Es que no puedo complacerla en lo que pide”. Se trataba de una dama que había perdido el juicio, y andaba detrás de sacerdotes y del Obispo.

Un día estaba yo de lo más tranquilo, sentado en la camioneta fren­te al guía o volante, esperando algo cerca de la catedral de Mao, pues llevaba ruta hacia Monción. De re­pente veo una mujer que se acerca a la puerta del chofer y me dice muy suavemente: “¿Hacia donde se diri­ge, joven?” Aunque no la había vis­to nunca supe que esa era la mentada dama, y apresuré mi salida hacia Monción, a fin de no tener que es­cu­char la solicitud de complacer las urgencias femeniles que habían he­cho correr al Obispo.

Precisamente en la catedral de Mao, me tocó algo medio gracioso. Se trataba de la Ordenación de En­rique. Andaba alguien de Puerto Rico con una gran cámara filmando todo (recuérdese que antes eran enormes dichas cámaras de video). Arrastraba muchos cables por entre los pies de los concelebrantes. Iba y venía. Y tanto pasó para allá y para acá que ya no se aguantó el Padre Jordán, que rezongó hacia donde yo estaba: “Qué pesao el de la maquinica…”.

Pero lo grande fue cuando le tocó al diácono transitorio incensar al Obispo. El pobre diácono, muy versado en asuntos sociales, parece que no había visto un incensario en su vida. Solo faltó que se lo enredara en el cuello.

Volviendo a la formación, pronto aprendí que una manera de respetar la formación de los seminaristas era consagrarse lo más posible a ella; todo lo demás era bueno, pero yo no podía descuidar la formación y permanecer tranquilo. Entre tantas urgencias, no todo el mundo entendía esto en la Iglesia. Pero creo que, gracias a Dios, algunos Formadores logramos entenderlo, y pudimos conseguir algo de respeto a nuestro trabajo

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